Via Lucis

Publicamos a continuación el poemario completo "Via Lucis" con que Mons. Gilberto Gómez, obispo auxiliar de Abancay, ganó el premio internacional de poesía mística "Fernando Rielo".

Mons. Gilberto Gómez

VIA LUCIS

“Es Cristo quien vive en mí”

(Ga 2,20)

Mons. Gilberto Gómez

Yo no quiero seguir a la zaga de tus pasos

ni engrosar el cortejo solemne y luctuoso

a mi ritmo gregario de otras lunas,

al vaivén de mi rutina;

pues me asfixia el rumboso capirote

que hace de mi carne pecadora

carne de procesión.

Ya no seré María Magdalena

ni el súbito recluta de Cirene

ni la fémina piadosa y descarada

que infiltró entre la escolta

el lienzo de la imagen prohibida.

Que me borren del grupo plañidero

que va sembrando perlas tras de Ti;

que me expropien mi nombre y apellidos:

ni siquiera yo mismo quiero ser.

Sólo quiero negarme a mí mismo

y todo aquello que no seas Tú en esta vía:

ver por tus ojos y escuchar contigo

la blasfemia y el lamento,

las plegaria y el martillo;

y sentir los dedos del flagelo intermitente

que pulsa, como arpa, mis costillas,

la garra inexorable del acero

en mis carnes...Y en mi alma,

la punzada abismal del estar solo

entre el cielo y la tierra,

Dame, Señor, la túnica sangrienta,

desgarrada y escupida,

regálame tu leño y tu camino y tu piel.

Disfrázame,

revísteme de Ti, mi Nazareno.

Y podré caminar con mi Padre y con mis cristos -mis hermanos-

en diálogo amoroso y permanente.

I

I Estación Condenan a muerte a Jesús

“¿A quién queréis que os suelte?”

Encuesta de Pilato, sondeo de opinión,

Coartada de oculta cobardía:

¿Jesús o Barrabás? ¿Cristo o un bandido?

Escrutinio de votos, porcentaje,

en pos la minúscula razón,

la efímera verdad que es necesaria

para salir del paso.

Y Pilato se lava la conciencia

en el agua que no limpia.

A sí mismo se lava en su agua

Para que no lo lave en la mía.

-Nada entiendes de sangre, romano experto en sangres,

tú que has vertido tanta.

Te desmarcas del grupo de culpables,

cuando, por ellos justamente, la voy a derramar.

Te lo aseguro: no tendrás que ver conmigo,

si no te lavo.

“Ser o no ser es la cuestión” de siempre:

contempladlo, a cubierto de mi sangre,

comandar el atusado pelotón de los omisos.

Hoy como ayer: mirad pasar de mano en mano

la inocente jofaina de agua tibia.

Hoy como ayer,

“crucifícale” es el grito intemporal y permanente

que aglutina tantos gritos,

que aúna decibelios y silencios.

Oye, Padre, el siniestro veredicto

de las gargantas rojas y los cerebros grises,

que tiñó la historia de holocaustos

y surcó de catacumbas los subsuelos de las urbes.

Son libres y auténticos los hombres

que hemos hecho a tu imagen:

capaces de visión y de ceguera,

de odios y de amores,

de oración y de blasfemia.

Abbá, Padre, con qué fuerza el hombre débil

corea la antífona inspirada del sumo sacerdote:

“Caiga su sangre sobre nosotros”.

¡Cuánta sed agarrota esas gargantas posesas!

¡Cuánto afán de ser tuyos sin saberlo!

“Morirás en la Cruz” es la sentencia

tan ortodoxamente elaborada,

tan políticamente correcta,

que disipa las dudas al respecto.

“Morirás en la Cruz”. Tal es la fuente

del torrente de lógicas absurdas

que va dejando en los meandros de la historia

aluviones de cepos y cadalsos.

Oye cantar la blanca muchedumbre

de aquellos “que lavaron sus vestidos

en la sangre del Cordero”.

Los ríos de su sangre y de la mía

confluyen en el mar de tu presencia.

II

Abracé con pasión aquel madero,

el delito por mí no perpetrado;

cargué sobre mis hombros de pastor

la oveja cien de mi majada.

“Padre mío, si es posible,

pase de mí este cáliz”, gemí a solas en el huerto.

Son testigos la luna y los olivos.

Rejón de muerte, soledad sin límites.

La misma deserción todos los siglos:

dormitan los amigos,

se afanan los traidores al acecho.

Los hijos de la noche son más cautos

que los hijos de la luz.

El patíbulo cargado, bajo el sol del mediodía,

dibuja un signo más sobre la tierra.

Sobre la tierra que piso,

sobre la tierra que sueño,

la Cruz suma y afirma:

es el único sí definitivo

capaz de anular las negaciones;

el yugo acolchado, la carga liviana,

la puerta angosta, la senda empinada y caprina

que lleva a los cielos.

Abba, Padre: ¿no ves venir por ella

a los que antes erraban el camino?

“El que quiera seguirme, que me siga”.

Mirad la multitud de mis cruzados.

Todos llevan la Cruz a su manera:

grande o pequeña,

en aspa, como Andrés

o invertida, como Pedro;

la cruz roma o la cruz filuda como espada.

No la cruz sofisticada de la vieja fantasiosa

-la loca de la casa-

ni el Calvario sin Cristo, fabricado a domicilio.

Nunca jamás la cruz gamada y odiadora,

ni la cruz arrastro,

ni la cruz-monumento de pretéritos rencores.

Abba, Padre: la cruz es tu regalo.

Sólo Tú sabes la medida exacta:

más justa que el traje o los zapatos,

más justa que las gafas y el reloj.

La cruces siempre tienen nombre propio:

no hay fábricas de cruces en serie ni de cruces-comodín.

Mira esa ingente multitud de hijos

cada día sellados en su frente, en sus labios, en su pecho.

Ve la cruz en las cimas de los montes

y en el techo de las casas,

y en salones y en alcobas,

y en la cumbre de todas las labores de los vivos;

y las cruces de aquellos más felices

que se lavan la cara y perfuman la cabeza,

y a la suya no quieren llamar cruz,

sino don.

Esa Cruz es el arma decisiva,

camuflada en los pliegues del vestido,

en los bolsillos del alma,

en los pechos humildes que no exhiben su dolor...

Contempla esa crucífera legión

que los verdugos míos y los de ellos

-embriagados de sangre y de tumulto-

no podrán detener.

Tu silencio y el suyo es presagio

de victoria inminente y total

III

Caí por vez primera, cuando apenas

comenzaba la ascensión.

La cruz hiende, aplasta, me atornilla contra el suelo

como el huso del lagar.

Tú bien sabes por qué me pesa tanto.

Si mis cristos me imitan en llevarla,

al caer, los imito, en cierto modo, yo a ellos.

Las caídas

son ocaso repentino y pasajero

compromiso leal de encarnación.

Desde el suelo los vi caer también a ellos

bajo su cruz pequeña.

No es la cruz la culpable, no es el peso de la carga

que prometí ligera.

Es el imán del suelo,

la ley de la gravitación universal

( las manzana de Newton y de Adán

apuntan en la misma dirección),

porque lleva en su carne la ley de sus miembros

y es polvo y arcilla, barro de botijo.

Caer y levantarse, el ritmo exacto,

la dinámica propia del camino.

No me quiero privar de este bautismo de polvo

que unge mi humanidad.

Caer y levantarse

es la lógica misma del ser hombre redimido.

Por impulso amoroso, en tu seno,

sentí yo la llamada de este polvo.

Fue en Belén, realmente, la caída primigenia;

y aun antes, en el seno de una virgen

que nunca desdeñé.

Abbá, Padre:

Sabe a pan este polvo palestino

que muerdo, más que beso, en mi caída.

Al instante me alzo como puedo

– ya podéis levantaros, hijos míos-.

Acuden en ayuda las rodillas y los codos,

los ojos de los buenos, y hasta el pecho

de mi Madre y vuestra Madre.

Un empeño común y solidario

nos mantiene en pie.

Solo restan tres días, y entonces,

surgiendo con los bríos de un titán,

no habrá losa capaz de retenerme

y se alzará conmigo todo el polvo rescatado.

IV

¡Qué sorpresas depara este camino!

Doloroso, amargo y empinado,

aburrido nunca.

¿Has visto?

La Madre acude siempre a la hora del traspiés,

como afluye la sangre a las heridas,

para tender su brazos como arrimo,

su seno como alfombra.

La Madre vigila.

Me sumerjo en su abrazo como antaño, cuando niño,

cuando Herodes seguía nuestro rastro

y las sombras dilataban las pupilas vigilantes,

y el miedo nos subía sigiloso

los peldaños de la espina dorsal.

Me has dado, Padre, un corazón gemelo:

(¡Qué maravilla el corazón de carne!)

heroico y sensible,

titánico y humilde al mismo tiempo,

al filo del colapso o de la hazaña.

Ha estallado un silencio que amordaza hasta el suspiro.

Ya no siento mi carne ni mis huesos. Solo a Ella.

“Esta sí que es carne de mi carne

y hueso de mis huesos”- repito como Adán.

-Repetid conmigo-.

Tan sólo yo pasé a través de Ella,

sin mellarla ni romperla;

como pasé las paredes del cenáculo

el domingo de la Pascua;

como el rayo de sol

atraviesa el cristal no mancillado.

Tan solo yo he habitado el santuario

erigido ex profeso para mí .

Abbá, Padre:

Un tiempo infinito has invertido

en diseñar mi morada entre los vivos;

en modelar ese vientre

y esas manos que me acogen, como ahora,

niño y moribundo, cadáver luego.

V

Un tal Simón de Cirene venía del campo”

(Lc 23,26)

Le vi pasar de lejos muchas veces

camino de su hogar al mediodía,

cuando el sol abrasa los surcos

y el torso del labriego,

y cuando todo por hoy - según piensa- está cumplido.

Cuando llegue mi hora,

yo le daré palabras a esa idea

y su alcance divino y verdadero,

cuando ese todo sea el todo, colmado y remecido,

la total plenitud sobreabundante,

y cuando ya no falte nada que hacer en absoluto.

Abbá, Padre:

él sabrá hoy que falta todavía

trascender el camino calcado y consabido;

que no es el hombre ni su suerte, sino Tú, quien señala el camino y la meta, la ración de sudor de cada empeño

y la exacta medida del esfuerzo estipulado.

Esta tarde incluiré su “todo” en mi todo,

daré a su labor la dimensión, por él insospechada,

de haber corredimido.

También su granito de arena

entrará en mi construcción;

y su gota de agua, mezclada en mi vino,

llegará a ser sangre redimida y redentora.

Le obligan a cargar este madero

y lo llevó a contrapelo y sometido,

con amor más tarde.

Simón ha hecho historia, en recompensa,

porque es el prototipo

de tantos cireneos que aguardan su turno

de cargar con mi madero.

Mira cuántos aprenden la lección

de que nunca se puede decir basta,

hasta que caiga la noche y vengas

a dar tu denario al jornalero.

VI

Verónica es el nombre

que le dio la memoria de las gentes

a esta mujer valiente y detallista.

Posó su lienzo, blanco como su alma, en mi rostro

y en él plasmé , agradecido,

las recias pinceladas de mi estampa en este viernes:

sangre y salivazos,

lágrima y sudor.

Ni el pintor logró la pose

ni el flash más oportuno

pudo captar instantánea puntual del “ecce homo”.

No pudieron las lanzas detenerla,

ni la barrera policial fue suficiente

para abortar su rebelión.

Nadie atinó a buscar mi rostro esta mañana, como ella,

la que supo guardar en su pañuelo la perla preciosa,

el icono invalorable y exclusivo de mi faz.

Después de la Madre,

de nuevo una mujer es quien se acerca.

Abbá, Padre:

Veo con qué primor has modelado la costilla de Adán:

imaginativa y seductora,

heroína y hacendosa

y detallista:

con un hilo de tiempo y de espacio,

borda un primor que deja boquiabiertos a los siglos.

Y se fue, como vino, Verónica de nombre,

sin darse importancia,

sin dejar rastro tras de sí.

En verdad os digo:

dondequiera se recuerde esta vía,

se hará memoria de ella.

VII

Hay un instinto anónimo y gregario en esas turbas

-rebaño al fin-

que les hace incorporarse a las últimas noticias,

repetir como loros las consignas del megáfono,

y arrimarse al sol que más calienta,

a los soles de ocasión.

Yo, en cambio, entre las gentes siempre supe

qué mano me tocó el borde del manto,

qué hombrecillo me espiaba entre las ramas de la higuera

o qué joven sin dolo meditaba a su sombra,

y qué inéditas preguntas les hacían comezón.

Yo los vi como ovejas sin pastor,

que se hartaban de panes y de peces en el yermo,

que traían sus enfermos y sus niños,

sin que yo rehuyera sus humores y sus babas...

Abbá, Padre:

de barro hiciste al hombre,

y le insuflaste un hálito de vida.

La masa es inerte y es anónima;

el espíritu, empero, es libertad.

De barro me has dado un cuerpo

en un claustro virginal;

del Espíritu me has ungido,

y, libre, doy mi vida porque quiero,

y, porque quiero, estoy en tierra

caído y abrazado

a su entera redondez,

y, porque quiero, me alzo nuevamente

y rescato este barro de alfarero

para que Tú lo amases con tus manos

hasta hacer de mi masa Eucaristía.

VIII

“Mujeres de Jerusalén, no lloréis por mí”

(Lc 23,28)

Por vosotras llorad, por vuestros hijos

como el día del parto.

(“La mujer, cuando va a dar luz,

gime porque ha llegado su hora”)

Revivo la escena de una boda campesina,

la plegaria de mujer, y mi respuesta

cuyo alcance no pudo adivinar:

“No ha llegado mi hora todavía”.

Hoy, en cambio, la hora se avecina,

y ya el reloj del Gólgota

empieza a maquinar sus campanadas.

Mi hora está ahí,

como la hora de un nuevo alumbramiento,

apenas pase la hora triste del príncipe de este mundo,

a quien voy a derribar de su escaño prepotente.

Mujeres de Sión:

no es la hora de los ayes plañideros

y las lágrimas estériles.

Es tiempo de llorar con llanto recio y varonil.

Que el llanto se haga lágrima y propósito,

lágrima fecunda

que riegue la aridez de tus raíces,

árbol seco,

porque está la segur al pie de tronco

y la hoguera encendida más fuerte siete veces

que en el horno de Daniel.

Mujeres de Sión:

Empujad con vuestro llanto,

ayudadme a dar a luz a la nueva criatura.

Y un día enjugaréis los ojos que han visto al Salvador

y cantaréis con el profeta:

“Hija de Sión, alégrate”.

Cuando no haya más llanto ni tristeza

ni dolor.

IX

Heme aquí por los suelos sembrado nuevamente

en el umbral de la rocosa calavera del Calvario,

cuando estoy por pisar el escenario

y está por levantarse el telón

del desenlace.

Rebusco en los cajones de mis fuerzas,

y solo encuentro

la misma decisión inquebrantable

de llegar hasta el final;

y no hay más huelgos que ese plus de inercia

que hace movilizarse a los autómatas

Oh Padre, me deslumbra el final del túnel, que se acerca,

y me ciegan las ansias de tu rostro.

Dame solo la luz que me permita

andar un paso más.

Para que mis discípulos aprendan que conviene

seguir la rueda del caer y levantarse hasta el final

con ascesis sonriente y deportiva.

No es necesario divisar todo el trayecto

ni explorar todas las pistas del futuro.

Les basta la gracia del aquí y del ahora

que ilumine el tramo suficiente

para dar un paso más.

X

“Se reparten mis ropas”

(Sal 22, 19)

No les sonroja ver mis carnes puras

-¿quién puede echarme en cara algún pecado-

Desnudo en Belén,

desnudo en la cruz.

Entonces me fajaron los pañales

primorosos de la Madre;

ahora se juegan a los dados

el manto que tejió con tanto esmero para mí.

Abbá, Padre:

heme aquí ya de todo despojado.

Me arropa por completo tu mirada providente

que engalana los lirios y las aves.

Al quitar mis vestidos,

no hacen más que pertrecharme

contra el último embate de las olas,

como a un hijo del Océano.

Viene el príncipe de este mundo

-nada en mí le pertenece-

y es preciso estar desnudo para el envite frontal.

Contemplad sin empacho, cristos míos,

esta franca humanidad:

todo en ella es carne inmaculada,

tejida en vientre inmaculado.

Reparten mis vestidos: ¿quién los vestirá?

Rescatad esa ropa que me usurpan,

vended cuanto tenéis, compradla a precio

y vestíos de mí

-como Jacob se disfrazó de primogénito-,

y servid a mi Padre el guiso preferido

(Su comida y la mía es que se cumpla

hasta el fin su voluntad).

Abbá, Padre,

Harás tus herederos

a toda una legión de primogénitos.

XI

Han clavado mis manos creadoras

que amasaron al hombre en el comienzo,

que hicieron lodo para dar la vista

y acariciaron a los niños;

Manos que tomaron pan y lo partieron

y entregaron mi cuerpo en comida;

manos recias del hijo de José, el artesano,

que forjaron, sin tregua, su callo en el oficio.

En el taller como en la cruz,

mis manos avezadas al madero.

Han taladrado los pies

que dieron tu presencia a los camino;

han clavado los pies, cuyas sandalias

ni atar osó el Bautista. Pies ligeros

que buscaron la oveja descarriada,

y regó con sus lágrimas la adúltera.

Acostado a lo largo del patíbulo,

de espaldas a la tierra (expulsado de mi viña

que me niega residencia),

ya todo mi paisaje es cielo puro

y eres Tú - que lo habitas-

la meta anhelada e inminente

desplegada en su anchura diáfana y azul ante mi pecho,

como la cinta que el atleta extenuado debe traspasar.

A golpes de martillo

la mueca se dibuja irreprimible.

Señor, ¡qué pocos clavos se precisan

para dejar inmóvil lo infinito

y fundir la inocencia con la culpa!

¡Qué pocos clavos bastan

para hacer de un hombre un crucifijo!

XII

“Todo está cumplido”

(Jn 19,30)

No falta una palabra ni una tilde.

Siete dije en la Cruz - el número perfecto-

y está todo dicho.

XII- 1

“Perdónalos porque no saben lo que hacen”

(Lc 23,34)

Perdónalos, Señor, porque no saben

lo que hacen, lo que dicen, lo que rezan sus blasfemias.

Son sus mentes vasijas agrietadas

que no pueden retener las aguas salvadoras.

Hasta el fin de los tiempos cubrirán

esas nieblas de ignorancia las naciones:

no saben los expertos de este mundo

el secreto confiado a los sencillos.

Más que estos clavos, me desgarra

la suerte del rebaño dispersado

que ha matado al mayoral.

Abbá, Padre:

tomarás de mis panes y mis peces,

los harás recostar en las praderas

y les darás su viático;

y saldrás a la atalaya cada tarde

a otear los caminos de los pródigos

que vuelven a tu hogar.

XII- 2

“Esta tarde estarás conmigo en el paraíso”

(Lc 23,43)

Me conmueve su agónica mirada compasiva,

el regio señorío de olvidarse de sí mismo

y trascender su grave circunstancia

y su pasado.

Me admira la serena lucidez de su sentencia

-que Pilato no fue digno de dictar-.

Dichoso tú, hermano de patíbulo,

mi cristo inmediato y colindante.

En verdad en verdad te digo, como a Pedro:

Mi Padre celestial es quien te inspira

la indecible pirueta

de saltar al cielo con los pies clavados.

Y tú, Gestas, compañero de camino,

-llamado “el mal ladrón”-

árbol seco plantado a mi puerta,

tronco estéril que nunca tendrá fruto.

Tú, aborto de un cristo no cuajado,

mordido en el desierto por la víbora letal:

acércame tus ojos y tus fiebres,

antes que anochezca,

y mi hambre de perdón se agarrará a tu SOS

como a un clavo ardiendo.

Dondequiera que estén los convidados de la muerte,

ahí me verás, atento a recoger,

como un perrillo fiel bajo la mesa,

migajas de contrición.

XII- 3

“Ahí tienes a tu hijo”

(Jn 19,26)

Mujer, ahí tienes a tu hijo,

y en él a mí me tienes,

y en mí, a tus hijos nuevos.

Contémplame en el rostro de tus hijos, mis hermanos,

que he comprado al precio de mi sangre.

Nueva Eva, discípula primera,

primera redimida:

hoy para ti recuerdo expresamente

que “todo lo que hicisteis a estos pobres,

mis hermanos, a mí me lo habéis hecho”.

Ea, Madre,

el que asía tus pechos en Belén

pasa hambre en todos los hambrientos:

dales de comer.

En los pasos perdidos de tus hijos

búscame y encuéntrame y repróchame

y regrésame a tu hogar.

En la cuna o en el asilo,

en la clínica o en la celda,

explora esa piel y esas llagas

y descubre que soy yo.

Hijo mío,

ahí tienes a tu Madre,

partido el pecho de dolor por una espada;

ahí tienes a tu Madre con sus hijos

frente a frente:

el hijo inocente y los culpables;

el fruto de su vientre, el soñador,

-vendido como el hijo de Jacob por sus hermanos-

y los hijos homicidas,

que, emergiendo del pozo de la culpa,

llegan de lejos mendigando el grano

para sus silos.

Hijo mío, discípulo amado,

en un tiempo justiciero y “Boanerges”,

testigo de mi gloria en la montaña

y testigo predilecto de esta hora;

alma de pulpa virgen que nunca habitó el gusano impuro;

tú que aplicaste el oído y auscultaste mis latidos

e ingresaste en el sancta santorum de mi templo:

ahí tienes a tu Madre,

Madre también de tus hermanos, que ahora veo

retratados en el iris de tus ojos,

como en el agua de un pozo profundo.

A ellos también digo:

He aquí la parcela reservada y escogida,

la niña de mis ojos que os dejo en testamento.

Si vivís en mí y yo en vosotros,

para su corazón ya sin espadas,

seréis su mismo Hijo.

XII- 4

“Por qué me has abandonado”

(Mt 27,46)

Se hacen eternas las horas del patíbulo

y todas mis palabras y mis gestos

alcanzan su eterna dimensión.

“Elí, Elí, lamá sabachtaní”

Exhalo en el cenit de mi agonía

la queja que el Espíritu ha dictado

al salmista de Israel.

Orar en el idioma de David

Me transporta a la doble frontera de mi hora:

el morir como el hijo de mi Padre

y como un hijo de mi pueblo.

Abba, Padre:

aparta de mí este trágico espectáculo,

esta hiriente visión de árboles estériles

que me araña el corazón con sus garras ponzoñosas:

el árbol de la cruz del ladrón blasfemo y maldiciente,

el árbol del que pende Judas, el traidor,

-sus entrañas dispersas en un páramo de cardos-

y la higuera infructuosa y maldecida,

camino de Betania,

fosilizada en su presencia inútil

para ejemplo y profecía.

Como espina en mi carne,

el bandido y el traidor,

comensales en la mesa

de mi pan y mi suplicio.

Su inmensa soledad sin fronteras conocidas

ha irrumpido por todos los poros de mi cuerpo y de mi espíritu,

y un contagio de gritos y de sogas

me atenaza el cuello moribundo.

Tan solo mis pupilas se dilatan asombradas

de mirar los eriales que tu gracia no regó,

los vastos pedregales de la tierra

que no albergan tu semilla.

Mi espíritu está triste hasta la muerte

y surgen los terrores de la víspera:

He temido a la muerte como hombre

-que nada de los hombres me es ajeno

y nadie poseyó la vida plena como yo.

Pero el miedo la muerte no mezclaba

mi sangre y mis sudores,

-los sabios, los rebeldes y los necios

desafiaron mil veces este trance con valor-

Es la visión -para el hombre inabarcable- de la historia omnipresente,

la fétida cloaca universal,

en que los ríos del mal contaminan las ciudades

y los desiertos de amor generan viento irrespirable;

el bosque árido y tupido

de los árboles secos,

y un valle sin fin de huesos calcinados

refractarios al soplo de tu Espíritu.

Abbá, Padre:

tu nombre profanado,

tu gloria reemplazada por la gloria de las vergüenzas;

y esta sangre que corre en vano para tantos.

Eloí, Eloí, lamá sabachtaní

Abba, Padre:

yo sé que estas palabras son enigma de hermeneutas

y coartada, tal vez, de los rebeldes a tu yugo.

Sin embargo, ningún justo ha rezado estos versos

con igual confianza y convicción.

Venid a mí y deponed la rebeldía

los de manso y humilde corazón,

y hallaréis un descanso cuajado de respuestas sazonadas.

Entonces vuestras lágrimas y quejas

serán gotas que caen en el mar

de mi queja filial y confiada.

XII- 5

Tengo sed”

(Jn 19,28)

Abbá, Padre: yo soy aquel que en taller

alivió en el cántaro de la Madre

la garganta reseca de polvo y aserrín;

yo soy aquel que, fatigado del camino,

mendigó de una extraña

las aguas de Sicar.

Pero ahora mi sed viene de lejos: de las raíces mismas de mi ser.

Mi sed es más profunda

que el cántaro y el pozo y que el mar:

es síndrome de tierra desértica y quemada

por un ansia creciente de tu gloria

y la búsqueda azarosa de la oveja que perdí.

Yo siento que se me escapa el sufrimiento de las manos

y mi cuerpo emprende con nostalgia

ese sprint final de su magnífica aventura de mortalidad.

Más que la muerte, duele la certeza

de que sólo se muere una vez.

Felices los mortales que aceptáis el reto

de cerrar los ojos y saltar la alambrada;

felices los sedientos de justicia,

que sentís el orgullo de morir por causa justa,

como yo:

acercaos de puntillas al instante supremo

y descorchad con reverencia ese licor;

codiciad con avaricia ese tesoro

de avalorar con vuestra muerte el existir.

He aquí que tengo sed de vuestras muertes:

Vuestras muertes de amor calman mi sed

de seguir amando

hasta morir.

El que tenga sed que venga a mí,

que marcho en el desierto

a la cabeza de todos los sedientos,

y hallaréis en mi pecho el manantial.

XII- 6

“Todo está cumplido”

(Jn 19,30)

Todo está cumplido.

Apenas restan gotas

para teñir en sangre la lanza del soldado.

Toman mi testamento

el discípulo y la madre.

Se hace un gran silencio

cuando muere la Palabra.

Las tinieblas cubren la tierra,

porque yo soy la luz

y hoy se oculta,

porque han preferido las sombras a la luz.

Todo está cumplido

y, sin embargo,

quedarán abiertas las heridas

y seguirán manando sangre

por las llagas de aquellos

que sean dignos de llevar mi nombre

escrito en la frente.

El leño verde nunca perderá su verdor,

regado por la sangre sin cesar.

Pues la cruz es el árbol de la vida,

el nuevo árbol de la ciencia en el Edén.

Escucha, nuevo Adán, el mandato positivo

de la nueva creación: Tomad y comed todos de él.

Si coméis de sus frutos, tendréis vida en abundancia

y seréis como dioses –oráculo del Señor-.

He aquí que en mis palabras no hay engaño.

-Ya está juzgado el ángel pervertido

que trastocó las claves al comienzo

y adulteró las promesas de la vida

para hacerlas ruleta de la muerte.-

Acercaos, sin miedo, hijos de Eva,

a morder la manzana salutífera,

que el veneno de la sierpe está aguado,

desde el punto en que todos los mordidos

alzaron su mirada al estandarte.

La cruz está en el vértice

lista para el relevo,

Acercaos, hermanos, trepad por ella

y ved desde su altura los mieses doradas,

porque hemos de empapar en sangre la tierra

y hacer que en toda carne

se prolongue mi cuerpo hasta el Cristo Total.

Hay niños, como poros del suburbio,

que juegan con plástico y arcilla;

hay jóvenes atletas y vírgenes como manzanas,

y hombres y mujeres...

y ancianos –su rostro surcado por arrugas, cicatrices de ilusiones-.

Subid al árbol de la cruz, mis cristos,

que abajará sus ramas para auparos.

En ella está la meta del camino desbrozado y andadero

que hollaron mis pies;

En ella alcanzaréis la exacta perspectiva:

toda la redondez del cielo,

toda la redondez de la tierra

fundidas en un abrazo.

XII- 7

“En tus manos entrego mi alma”

(Lc 23,46)

Regreso como un náufrago salvado de las olas

-mi balsa fue un madero-

a la concavidad infinita de tus playas,

a tu plácida orilla.

He aquí al pescador

que retorna de un largo faenar.

-Pescador soy, y pescadores llamé a mis discípulos

y colmé sus redes de pescas milagrosas,

ensayo y signo de pesca universal-.

Abbá, Padre:

en tus manos entrego mi alma noble

que mi cuerpo apenas puede sostener.

En el cuenco de tus manos amorosas,

deposito la perla preciosa y deslumbrante de mi alma

que tu hálito creó para dar vida a este cuerpo perfectísimo

formado en el seno virginal.

Todo un Dios se volcó en soplo inefable

en el claustro materno, templo y cuna,

altar de alianza nupcial indisoluble

entre cuerpo y alma, hombre y Dios.

En tus manos entrego mi cuerpo triturado como grano

en el molino del dolor,

este cuerpo que me diste,

signo visible de tu invisible presencia,

instrumento de tu amor desmesurado por la obra de tus manos.

Me diste humanidad, y través de ella

has estrenado el nuevo modo de ser para los hombres.

En mi barca emprendiste la odisea

que asombró a los ángeles e hizo rebelarse a los demonios:

la divina travesía de llantos y sonrisas,

de pisadas, caricias y sudores,

de hambre y sueño

y de pasión.

Cuerpo y alma, carne y sangre, unión indisoluble y exigida.

De tus manos salieron y a tus manos regresan

destruida en Sacrificio su unidad:

Has desdeñado los grasientos holocaustos de animales,

pero me has dado cuerpo y alma,

y a través de su Ofrenda te complaces y regalas,

y a través de su Ofrenda te adoro y agradezco,

y expío el crimen horrendo de la carne

que asumí como fraterna;

a través de la Ofrenda,

de Ti, que siempre me escuchas

y tienes en mí tu complacencia,

imploro sobre el mundo la abundancia de tu casa.

Toda carne es la tierra labrada,

y el arado hundió la reja en sus lomos desiguales.

Yo soy el sembrador, y soy el grano

que ahora cae en tierra, y muere,

y mañana será espiga.

Toda carne salida de la tierra será trigo

que, a su vez, ha de sembrarse,

en ofrenda permanente.

* * *

Todo está cumplido.

No falta una palabra ni una tilde.

Siete son las palabras,

los silencios...setenta veces siete.

Entre silencio y tiniebla

confiesa el centurión como un notario.

Suenan los golpes de pecho

y corren las lágrimas...

XIII

Hecho un gusano y no un hombre, dijo el profeta.

Así me han vuelto a tus brazos

que de niño me cargaron.

El regazo que fue trono en Belén

hoy vuelve a serlo.

Niño en sus brazos, me entregó a los hombres;

Muerto, a sus brazos ellos me devuelven.

(Niño y cadáver, he dictado en esta cátedra lecciones de silencio:

que los silencios del Verbo son también palabra)

Tú eres, Madre mía, la primera en esconderte

en el seno más íntimo de todos mis refugios:

en mi llaga del costado.

Y mi cuerpo frío roza el tuyo,

que está vivo, a pesar de todo,

Madre mía del silencio.

Cae la tarde de la Parasceve,

-nunca el sol se puso tan de veras-

y, con mi cuerpo reclinado en tus rodillas,

arrancas una a una las espinas de mi frente coronada.

Tu rostro es cielo azul y un mar sereno.

El dolor te ha sentado como a nadie,

y eres más bella todavía....

Con los últimas gotas de mi pecho

se mezclaron tus lágrimas finales

XIV

Donde a nadie enterraron todavía:

en un sepulcro nuevo

-llamado a ser por siempre nuevo y por siempre vacío-

Es justo que se cumpla:

como estuvo Jonás

tres días en el vientre del cetáceo,

así yo en el seno de la tierra.

La tierra de mis manos ha salido,

yo saldré de ella.

Yo seré el fruto nuevo

que jamás ha brotado de su entraña.

Amigos hasta ahora clandestinos

presentan la instancia y rescatan mis despojos.

No escatiman dinero ni cuidado. Si los míos huyeron,

José y Nicodemo dan la talla.

Con cien libras de mezcla -mirra y áloes-,

y cien millones de amor y vigilia,

aguardan las Marías el primer día laborable.

Rueda la noche y la losa pesada.

Padre mío, heme aquí del todo solidario:

Si acampé entre los vivos,

hoy pongo entre los muertos mi tienda de campaña.

Es preciso que me duerma entre los muertos

para despertarlos:

Arriba, viejo Adán, que ya es la hora,

y todos los que moráis en las sombras,

Seguid mi antorcha y enfilad la luminosa senda

que conduce a los verdes prados .

XV

Pasó un día, pasó una noche: y el día octavo:

Y de nuevo la luz se hizo. Y he aquí el día primero

he la nueva creación.

Tres días sepultado, y me llamaste,

Padre mío, con los gallos,

antes de que las cosas estén puestas,

para verlas nacer una por una

y pasearme contigo por el jardín,

-nuevo Adán-

y bautizarlas otra vez con agua nueva

esta noche de bautismos.

Y visitar a la Madre, la Reina de las Vísperas,

-la única antorcha de esperanza

que arde sin consumirse en esta noche-

para darle el primer abrazo inmortal

con mis brazos inmortales

recién amanecidos.

Y llamar por su nombre

a María de Magdala (que me busca entre los muertos

degollando las rosas en el huerto de José)

y enviarla a llamar a mis discípulos:

- Despiértate, apóstol, despierta,

abandona la mortaja prematura de tus noches

y asiste al parto de sol de las colinas.

Despierta,

porque tienes tus párpados encadenados a las sombras,

y es el nuevo día;

sal a llenar tu cántaro con el mío,

porque ha resucitado el Creador y no permite

que estén sellados los sepulcros de los vivos.

Saca tu barca mar adentro

y echa las redes a babor y estribor

Desembarca tus redes en la playa,

y cuenta, si puedes, los pescados

y cuenta, si puedes, las arenas

pero no me preguntes nada,

porque hoy me toca a mí hacer preguntas:

-“¿Me amas?”

Después sube conmigo a la montaña:

y mírame ir al cielo,

y vuelve a mirar la tierra

para que no te quedes ahí clavado.

Por último, borracho de mi Espíritu,

atraviesa los muros del cenáculo,

derriba todos los muros de todos los tiempos,

y arrójate en medio de las turbas,

en medio de la vorágine,

y grítales sin miedo: ¡Arrepentíos!

y con el agua nueva, recibid la nueva lumbre

y caminad con conmigo

por la vía de la luz.

Abancay, Perú, 2004