“Me he sentido muy querido por mi hermano”

Para Carlos, su hermano Álvaro es más que un hombre ejemplar. La virtud de Álvaro del Portillo es una decidida preferencia por el amor a Dios y al prójimo: irradiándolo, enseñándolo, compartiéndolo.

Carlos del Portillo

No es cierto que en estas horas la fe agonice. Bastaría entrar un solo minuto en la intimidad de los sentimientos de algunos hombres y mujeres de nuestro tiempo para advertir que su luz no es un relámpago fugaz, sino reflejo de la presencia continuada de Cristo. Y uno de ellos ha sido Álvaro del Portillo. Carlos es el pequeño de sus hermanos y el único que sigue con vida. Él le conocía bien; han compartido muchos momentos felices y amargos en familia, alentados por la paz contagiosa de Álvaro y su honda alegría. La suya es una santidad forjada a golpe de gracia sobrenatural y de correspondencia servicial a ella. Gracia que desbordaba fe, entusiasmo, pasión y arrojo en la intención y en las obras. Para Carlos, su hermano es más que un hombre ejemplar. La virtud de Álvaro es una decidida preferencia por el amor a Dios y al prójimo: irradiándolo, enseñándolo, compartiéndolo.


¿Cómo conoció usted el amor de Dios en su vida?

En mi familia todos han sido muy religiosos y nos lo han transmitido. Me gustaba mucho acompañar a mi madre a misa diariamente cuando no teníamos colegio.

D. Álvaro ha escrito y predicado mucho sobre la familia como escuela de amor. ¿En qué medida le influyó su propia familia? ¿Cómo era esta?

Mi madre era mexicana, aunque de padres españoles. Mi abuelo era oficial del Ejército Carlista y, cuando se firmó la paz mediante el Abrazo de Vergara entre el general Maroto (carlista) y el general Espartero (isabelino), los liberales dieron la oportunidad a los carlistas de que se pasaran al ejército isabelino. Mi abuelo no lo aceptó y se fue a México a casa de unos tíos. Allí se enamoró de su prima, que era mi abuela María.

Fue una mujer tremendamente espiritual y muy divertida. Un día, cuando tenía ochenta y cinco años, abuela tenemos! ajadas de la n sus esos momentos! llamamos dulce” de las personas. Ella, que nunca pronunciaba la palabra «muerte», nos dijo: «Llamad a mi hermana Lola y decídselo poco a poco, porque se va a asustar», y dirigiéndose a mi hermano Ángel le dijo: «Vamos a tomarnos una copita de vino dulce, que quiero una muerte dulce».

Tenía mucho sentido del humor ¡hasta en esos momentos! Llamamos a Álvaro, que estaba recién ordenado sacerdote, para que viniera a asistirla en sus últimos momentos. Mientras él la confesaba, oíamos grandes carcajadas de la habitación. Cuando salió Álvaro dijo: «¡Qué abuela tenemos!». Cuando estaba a punto de morir, nos dijo mi abuela: «Mañana, nadie de luto. Todo el mundo al cine y a divertirse. Porque yo voy a estar en el cielo y. como vea a alguien triste, me voy a poner triste yo también».

¿Cómo eran sus padres?

Mi padre era muy recto y muy ordenado, pero muy religioso. Mi madre tenía una vida interior muy rica; la recuerdo siempre leyendo libros de espiritualidad. También era muy alegre, a pesar de las duras circunstancias que le tocó vivir. Los domingos después de misa, mi hermana Tere y yo —que éramos los más pequeños— íbamos con mis padres a tomar una gaseosa al Retiro. Formaba parte de la vida cotidiana.

¿Cuáles fueron estas circunstancias difíciles?

Mi padre murió en 1937, en plena Guerra Civil. Le metieron en la cárcel de una manera fortuita porque le confundieron con el vecino de enfrente, que era militar e íntimo de Franco. Le denunciaron y vinieron a por él. Una noche, llegaba mi padre del trabajo y le apresaron confundiéndole con el vecino. En la cárcel enfermó y murió. Finalmente cogieron a mi vecino, lo llevaron a las tapias del Cementerio Este y directamente le fusilaron. Un día entraron milicianos en mi casa para buscar a su mujer. Era muy temprano y salimos todos en pijama. A mi hermano Ángel le apuntaron con una pistola en la sien. Cuando sacaron a mi hermano Álvaro de su habitación estaba masticando algo, pienso que sería una lista con gente de la Obra. «¿Qué está masticando usted?», le preguntaron de malas formas. «Estoy tomando un chicle», dijo él riendo. Como mi madre era mexicana nos refugiamos en la embajada de México ella, mi hermana Teresa y yo. Los otros seis hermanos tuvieron que huir por ser cristianos. Mi madre no siempre sabía dónde estaban sus hijos mayores.

¿Cómo se ha vivido este acontecimiento en la familia, sabiendo que vuestro padre murió por un error?

Mi madre hablaba todos los días de mi padre pero con alegría, igual que mi abuela, a la que se le murieron dos hijos en la guerra. Nos contaba anécdotas alegres de él. Nunca fue motivo de amargura ni de reproche contra Dios, al contrario. Por ejemplo, mi hermana Teresa me decía. «Qué pena, he podido ser mártir por los pelos, que es lo mejor que se puede ser!». Y es que, cuando estábamos escondidos en la embajada mexicana, al salir a la puerta unos chavales cogieron a mi hermana de las trenzas —tenía once años— y le dijeron: «A por ella, que es de las que va a misa». Ella les contestó: «Claro que voy a misa, ¡cobardes!». Yo tuve que entrar corriendo en la embajada para pedir ayuda. Por eso ella siempre decía: «No he sido mártir por los pelos».

¿Cómo transcurrieron los años de la Guerra Civil?

Álvaro se refugió en la embajada de Honduras con cuatro miembros del Opus Dei y con San Josemaría. Mi madre y nosotros dos, después de estar un tiempo en la embajada mexicana, nos fuimos a Burgos, donde se encontraba mi hermano Paco. Allí fueron apareciendo Pepe, Ramón —que estaba refugiado en la embajada de Finlandia—, Álvaro y todos los demás. Nos reunimos en casa de una tía. Mi madre estaba feliz por haber recuperado a todos sus hijos, sanos y salvos. Cuando acabó la guerra cada uno tomó un camino diferente: Pepe murió, Ramón terminó Medicina y se independizó, Paco se casó, como también Pilar, a Ángel lo destinaron a La Rioja y Álvaro se fue a vivir a una casa de la Obra. Volvíamos a estar solos los tres. Pero todos los miércoles venían a comer a casa los que podían.

¿Cómo era Álvaro de niño?

Él era el tercero y yo el último de los ocho hermanos. Nos llevamos catorce años, con lo cual, lo que conozco de él de niño me lo han contado, pues mis recuerdos personales son de Álvaro jovencito. Sé que le decían: «Álvaro, no hagas eso», y él inmediatamente dejaba de hacerlo. Pero a los cinco minutos volvía. «Obedece, Álvaro». «Si ya he obedecido», decía. Después de la guerra, yo tenía once años y él veinticinco, y venía a menudo a casa para ayudarme con las matemáticas, pues yo era muy mal estudiante. De acuerdo con mi madre decidieron mandarme a un colegio interno durante tres años. Fue un acierto porque pasé de cinco suspensos en cuarto curso a cinco sobresalientes en quinto. Le estoy muy agradecido porque eso me hizo cambiar de actitud y pude estudiar en el futuro.

¿Qué recuerdos guarda usted de su infancia?

He tenido una infancia muy feliz hasta que llegó la guerra. El verano que recuerdo con más agrado fue cuando tenía cinco años y me quedé solo con mi madre. Álvaro vivía en la calle Ferraz con San Josemaría y varios jóvenes de la Obra; Pilar y Tere se fueron con unas hermanas de mi padre a un pueblo de Asturias, mi padre a visitar a un primo en Murcia… Mi madre y yo íbamos a misa, después al parque del Retiro y por las tardes al cine.

¿Estaba hecho Álvaro de alguna pasta especial?

Era normal, como todos, aunque destacaba por su buen carácter; nunca se enfadaba. Primero estudió Obras Públicas y después se hizo ingeniero de Caminos mientras trabajaba. Nosotros no conocíamos nada del Opus Dei, solo que unos cuantos chicos muy religiosos vivían con un sacerdote. Nos parecía un poco extraño pero veíamos a Álvaro muy feliz.

Mercedes: Cuando comencé a ser novia de Carlos, nos juntábamos toda la familia política a comer y a Álvaro le gustaba bromear conmigo para que me pusiera colorada. Iba de sotana y a mis dieciséis años me imponía mucho, aunque era muy bromista. Al principio venía a las reuniones familiares, pero cuando se marchó en 1946 a vivir a Roma sus obligaciones le impedían venir tanto como quería. Era encantador, un hombre de fe y muy humilde. ¡No me extraña que le declaren beato!

¿Llegó a conocer usted a San Josemaría?

Sí, mucho. Me he confesado muchas veces con él. Era un hombre muy abierto, expansivo, llano y alegre. Mi hermano y él pasaron casi toda la vida juntos. Álvaro, a los veintiocho años —cuando todavía no era sacerdote— se fue dos años a Roma para gestionar en el Vaticano la aprobación del Opus Dei como instituto secular. Esto costó bastante porque implicó modificar el Código de Derecho Canónico. Como para presentarse ante el Papa Pío XII había que ir de etiqueta y Álvaro no tenía dinero para comprarse un traje, me contó que se había puesto el único que tenía, el de su graduación de ingeniero de Caminos. Al verle tan elegante, la Guardia Suiza se le cuadró creyendo que era un hombre importante. Cuando aprobaron la Obra como instituto secular (luego, en 1982 sería erigida por San Juan Pablo II en prelatura personal de ámbito internacional), San Josemaría se fue a vivir a Roma y Álvaro decidió ser sacerdote. Nosotros no sabíamos nada, solo mi madre, que le cosió su primera alba.

¿Qué aprendió D. Álvaro del Padre?

Le transmitió el amor por la oración, la meditación y el trabajo a favor de la Obra. Un sacerdote me contó esta anécdota que él mismo había presenciado: cuando estaban construyendo en Roma la casa de la Obra, pagaban cada semana a los obreros, y en una ocasión no había dinero. San Josemaría le dijo a Álvaro: «Vete a sacar dinero de donde sea para pagarles». Él salió de casa y hasta las once de la noche no volvió. El Padre, muy preocupado, cuando le vio llegar le preguntó enfadado: «¿Qué has hecho? ». «Lo de siempre, obedecerle. Aquí tengo el dinero».

¿Cómo le afectó su muerte?

Supe por la televisión que había fallecido San Josemaría y decidí ir a Roma para acompañar a mi hermano en esos duros momentos. Cogí el primer avión que pude y me sorprendió que fuera casi vacío. Al llegar me enteré que habían decidido que nadie se moviera de su puesto de trabajo. Estuve dos días con Álvaro y lo vi muy cansado y afectado. Recuerdo que el consiliario del Perú, que era un sacerdote de la Obra, se había presentado en Roma para el entierro. Álvaro le dijo muy serio: «¿Es que no has recibido la orden de no venir?». «Sí, pero no me he podido resistir», le contestó. «Reza una hora ante el Padre y coges el primer avión que salga para tu país, aunque tengas que hacer transbordo». Cuando se fue el consiliario, me dijo Álvaro, que era muy llorón: «¡Qué desobediencia más bonita!».

Todos coinciden en destacar su humildad, pese a ser una persona tan inteligente y preparada.

Él estaba siempre detrás, eso lo heredó de mi madre. También destacaría su capacidad de trabajo. No me explico cómo siendo un hombre tan de acción pudo tener ese nivel de estudio. Antes de la guerra, siempre salía de casa con un libro de tapas azules debajo del brazo. En el año 1940, acabada la guerra le vi hablar con unos alemanes de corrido, y admirado le pregunté: «¿Y tú cuándo has estudiado alemán?». «No sabes la cantidad de horas que he pasado en el metro estudiándolo», me respondió. ¡Aquel libro era la gramática alemana y la aprendió él solo! La bondad también era otro de sus rasgos; era detallista al máximo con cada persona. Estaba muy pendiente de todos. Cuando participó en los trabajos del Concilio Vaticano II, me decía: «Carlos, tengo asuntos de tal calibre y los tengo que llevar tan en secreto que el Padre (refiriéndose a San Josemaría), si quiere entrar en mi despacho, tiene que llamar antes para yo permitirle pasar por si tengo algún papel en mi mesa. Me da mucho apuro, pero le tengo que decir: “Padre, espere un momento, que ahora no puede entrar”».

¿Había unidad entre lo que predicaba y lo que vivía?

Completamente. Siempre estaba sonriendo. Solo una vez le vi preocupado y fue cuando murió el Padre. Estando a solas con él en su despacho de Roma me dijo: «Yo creí que iba a ser más fácil. Sé que el Padre me está ayudando continuamente desde el cielo, pero a pesar de eso la batuta se me hace muy pesada». Le cayó toda la responsabilidad, los ataques de fuera, la relación con el Vaticano… Pera esa coherencia hacía ganarse el cariño de todos. Cuando murió llegué justo cuando estaba San Juan Pablo II rezando ante su cuerpo sin vida. Me impresionó la devoción con la que rezó el Papa durante una hora entera. También estuvo el Padre Arrupe.

¿Le dio algún consejo que no ha olvidado?

Él tenía un profundo amor a la Iglesia y a la figura de Pedro. Le tenía tanto respeto al Papa que en varias ocasiones, si yo me refería a Juan XXIII o a Juan Pablo II y le llamaba por su nombre, él me decía: «Acostúmbrate siempre a decir el Papa o Su Santidad, porque son todos iguales».

¿Quién era la Virgen María para D. Álvaro?

Hablaba continuamente de ella. La tenía muy presente, sobre todo a la Virgen de Guadalupe, por influencia de mi madre. Tenía una imagen de ella en su habitación.

¿Cómo era un día suyo cualquiera?

¡A tope! Yo me he enterado años después que le habían operado varias veces, y nunca se quejó de nada. Cuando estaba en Roma, justo encima de su habitación vivía otro sacerdote de la Obra y compartían un termo de veinticinco litros para las dos habitaciones. Un día el otro sacerdote se quejó de que siempre le salía el agua helada. Álvaro comprendió que era porque él se levantaba antes y consumía el agua caliente. Entonces comenzó a ducharse después del otro. Esta anécdota, evidentemente, no la conozco por él sino porque me la han contado. Álvaro tenía también un humor muy fino. En una ocasión me dijo uno: «Hay que ver la fe de tu hermano, porque estando yo en Roma pintando vítores en una pared, subido a un mal andamio, todos los que pasaban me decían: “¡Te vas a matar!”. Al pasar D. Álvaro y verme allí subido me preguntó: “¿Estás en disposición de morir?”».

¿Cómo combatía al Maligno?

Con la oración y el trabajo continuo dedicado y ofrecido a Dios. En el proceso de beatificación de Álvaro, el presidente del tribunal de la Rota me tuvo más de quince horas preguntándome acerca de sus virtudes teologales, ordinales, etc. «¿Es cierto que D. Álvaro estaba cinco horas seguidas de oración diaria? —me preguntó—. «No lo sé, pero no me lo creo», contesté yo. «Yo tampoco —me dijo— porque cinco horas seguidas te quedas dormido».

¿Qué le ha supuesto tener un hermano como él?

Mucha satisfacción y emoción. Me ha ayudado mucho; con su apoyo hay cosas que he podido rectificar, como cuando yo no quería estudiar. Siempre me daba un cachete con mucho cariño y me decía: «¡Bobo!» . Me he sentido muy querido por mi hermano. El día que le ordenaron obispo, por la tarde celebró su primera misa en Roma, en la basílica menor de San Eugenio. Tenía fama de puntual, pero aquel día todas las autoridades presentes y él que no aparecía… Estábamos nerviosos y por fin llegó. En un momento, mientras celebraba la misa me dijo al oído dos cosas: una fue «tengo frío», y la otra, «¿sabes por qué he llegado tarde? Se me había olvidado la mitra. ¡La falta de costumbre!». Cuando me anunciaron su beatificación no me pilló de sorpresa pues me lo esperaba. Si Dios quiere, allí estaremos toda la familia. Estamos viviendo estos acontecimientos con mucha alegría. Dios ha sido conmigo especialmente bueno.

Victoria Serrano

Enlace a la entrevista original

Victoria Serrano

buenanueva